ALIMÉNTAME, MORTAL
-Por favor, déjame ir. No se lo diré a nadie –La chica imploró, suplicó por su vida. Su voz sonó aguda, quizás incluso, confusa a causa de las lágrimas e hipidos.
El hombre, erguido, vistió su boca con cinta aislante; y agradeció esa mirada postulante con una sonrisa desdentada que, a la luz del único foco que alimentaba la lobreguez de la estancia, le hacía parecer más horripilante de lo que por sí conseguía con su corpulenta figura y su deforme cara.
Se deleitó con las hermosas curvas de la muchacha, morena y de extraños ojos claros, los cuales, podría decir sin temor a equivocarse, eran casi blancos. Fue eso lo que le atrajo de ella, esa noche, cuando la vio salir, sola, de uno de los pubs más concurrentes de la zona glamorosa y rica de la ciudad. Su oportunidad. La siguió a distancia prudencial buscando el momento exacto, idóneo para abordarla; oportunidad que llegó en el instante en que la chica, inocente e ilusa del peligro que corría, entró en un callejón, uno que no tenía salida.
La sorprendió, inmovilizó y dejó inconsciente por la falta de aire. Su deleite fue máximo al tiempo de percibir como la vida se escapaba de aquellos fastuosos luceros. Se extasió con ese solo recuerdo pasado y, en medio de su locura, no pudo sino emocionarse tan solo imaginando el preludio de lo que quedaba de ella.
Un suspiro de aire meciéndose alrededor interrumpió sus locas divagaciones. Sintió un escalofrío recorrerle impasible, y, sabiéndose vigilado, miró en derredor. Una alargada figura que se discernía con dificultad.
-Y tú, ¿quién coño eres? –Le preguntó al espectro escondido en una de las cuatro oscuras esquinas que conformaban aquel sótano.
Salvo por el ligero cabeceo, el extraño no hizo movimiento alguno ni mostró signo alguno que delatara sorpresa tras haber sido descubierto. El olor a lejía y otros productos de limpieza se introdujo en sus fosas nasales como dagas penetrantes que punzaban una y otra vez, llevando constantes corrientes de dolor hacia el resto de la cabeza, irritando sus ojos. A pesar de ello, aún podía sentir la fragancia del escarlata líquido que secaba su garganta.
Ignorando la insolente pregunta del mortal, escudriñó el lugar, deteniendo su mirada en la femenina figura recostada en la silla conformada por abrazos de hierro.
-Te he dicho incontables veces que es de mal gusto jugar con la comida -El intruso dejó aflorar su voz, oscura, penetrante, hablándole a la nada; y, mientras pronunciaba esas palabras, dio un paso, emergiendo, uno tan solo, empero suficiente para entrar dentro del radio alumbrado.
Moreno, alto y de atlética figura, vestía de cuero negro, ajustándose de tal forma que debería hacer arduo que sus pulmones pudieran expandirse, dificultándole la respiración, ello teniendo en cuenta que la necesitara para andar entre los mortales. Empero, fueron aquellos irises… hipnotizantes, provocadores… los que resaltaban, rojos, cual extraño carmín, cual ansiada sangre.
-Es más divertido así, ¿no crees?
-Pero qué… - Esa voz provino de detrás de él, alertando al único mortal presente.
Demasiado tarde. La mujer se abalanzó con salvaje fuerza sobre su cuerpo. Y, antes de exhalar su último halo de vida, observó esos ojos, aquellos que lo deslumbraron por primera vez, ahora carmesíes. Hermoso fulgor, pensó sabiéndose perdido, sabiéndose muerto.
Y Dos pares de afilados y atrayentes colmillos brillaron en la noche.
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