Jaula De Oro
Nadie tenía permiso para entrar en aquellas dependencias. Cómo una niñita malcriada, había dado orden expresa y amenazado con 100 latigazos a las criadas más curiosas, esas que no paraban de cuchillear y reirse como si estuvieran huecas en los descansos, rellanos y casillos.
Ella era altiva, dominante y de buena cuna, y, como suele pasar en estos casos, en su interior se sentía frágil, insegura y poco querida. Había creado en torno suya un escudo y una máscara, y no dejaría que ningún mortal penetrara en ella para hacer trizas su desdichado corazón.
Quizás por esto, él la había cautivado desde el primer momento. Descubrir aquel secreto encadenado en las catacumbas bajo la catedral hubiera sido demasiado de no ser por la lástima que sintió al ver el aspecto demacrado del prisionero, era demasiado hermoso para desperdiciar su existencia entre huesos, polvo y oscuridad.
El taimado párroco, un sencillo hombre que le había tomado confesión desde su más tierna infancia, susurró a su oído y le pidió cautela. Ella no tenía obligación alguna para con aquél ser, podía mandar que siguiera encerrado (cómo habían hecho el resto de miembros de la familia que le antecedían) y vivir una vida plena olvidándose del asunto.
Pero no, ella sólo quiso saber de que estaban hechas esas cadenas.
- Oro – fue la respuesta que recibió, entre temores y suposiciones acertadas.
Así que ella le hizo construir una gran jaula de oro. Una tan grande que llenaba una habitación entera, desde el techo ricamente decorado a las alfombras del suelo. Por supuesto, los constructores nunca supieron que estaban creando; seguramente pensaran que se trataba de una estructura para albergar aves exóticas, una moda muy extendida en aquellos tiempos.
Al principio, ella sólo se acercaba a los barrotes para estudiar más de cerca a su “invitado”. Su cabello moreno y salvaje le tenía embelesada, aunque lo que más le atraían eran sus ojos. Unos exquisitos ojos almendrados en una cara que hubiera deseado pintar el mismo Miguel Ángel.
Él no le hablaba, se limitaba a yacer casi inerte, aunque el fuego de la vida hacía presencia en su rostro. Al poco de eso, empezaron a cruzarse pequeñas preguntas; cuestiones sobre asuntos banales que se filtraban a través de las paredes y las puertas.
Pero siempre, la ronca y masculina voz de él se tornaba experimentada y conciliadora; era cómo si ese ser tan viejo tuviera el don del sentido común, cosa que a ella le sorprendía y excitaba a partes iguales.
Pasaron los días y las conversaciones se fueron volviendo más personales y despejaron las dudas y misterios. ¿Quién era él?, ¿de dónde venía?. ¿Cómo había llegado a las catacumbas?. Todas las respuestas eran fascinantes, sin duda.
Ella dejó de tenerle miedo, se sentía a gusto en su presencia, y esperaba que él también sintiera lo mismo. Debía sentirlo, por la forma en que la miraba.
Un día, a ella se le ocurrió la loca idea de abrir la puerta de la jaula de oro. Quería comprobar lo que pasaría al hacerlo, quería, de algún modo, ver en el rostro de otra persona la sensación de libertad.
me parece incompleto este relato -
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